La incertidumbre de hallarse en territorio desconocido.
A todos nos ha pasado, a unos más que a otros, según la inteligencia emocional de cada uno, que intuimos una emoción dentro de nosotros que no sabemos identificar. No sabemos de dónde viene ni a dónde va.
Si la emoción es placentera y reconfortante, no sentimos la necesidad de buscar su origen. La sentimos, sin más. La saboreamos, nos recreamos en ella, y durante ese periodo de tiempo, tenemos un aliciente más por el que vivir, una fuerza natural que mana de nosotros mismos y nos invita a a revolvernos entre el mundo.
Sin embargo, si se trata de una emoción negativa, nos desconcertamos buscando el origen, como si eso fuese a calmar el fuego interior que sentimos. Quizá sí.
Quizá cuando el misterio se resuelva, llegue la paz.
Quizá cuando se deshaga el nudo, se pueda respirar.
Quizá cuando se desenmarañe el problema, la brisa de la alegría vuelva a acariciar tu rostro y los ojos vuelvan a empañársete de lágrimas, y tus labios se desplieguen como las flores en primavera.
Puede que sea necesario llegar al fondo de las cosas para resolverlas. Llegar al núcleo del problema para hallar la solución. Pero.. también es posible que conocer el origen de las cosas no baste.
Me gusta, como todo en la vida, asemejarlo a una planta: la planta se pudre. Sus hojas cada vez se inclinan más hacia el suelo, cansadas de luchar. La fuerza que las mantenía en pie cada vez era más débil, hasta que no pudo sostenerlas. El tallo con el paso del tiempo iba siendo menos esbelto menos firme, menos seguro de sí mismo. Menos tallo, al final. El verde que antes llamaba a la esperanza cada día era más pálido. La savia que circulaba por sus entrañas, y que alimentaba cada rincón de su alma, cada día era más escasa.
El Sol, que no cesaba en su empeño de regalar a la planta sus rayos, su luz y calor, se frustraba, porque su criatura perdía vida.
El terreno era aparentemente fértil, y las condiciones ambientales, perfectas. Solo había que ver las plantas de los alrededores. Frescas, vivas, alegres.
Un día un jardinero, al verla tan alicaída decidió examinarla. La revisó de arriba a abajo, sin encontrar rastro alguno de aquello que había hecho a la planta enmudecer. La regó más de lo habitual, la llevó de cara al Sol, sin una rama que pudiera taparla con la más diminuta sombra. Pero nada, todos los esfuerzos fueron en vano.
Un buen día, movido por algo que solo él supo, el jardinero se decidió a escarbar. Quitó la Tierra que la sostenía en pie, dejó su alma desnuda y ahí estaba: en la raíz. Los ojos se le llenaron de lágrimas de alegría por haber hallado la causa de la enfermedad de la planta. Ahora lo entendía: daban igual los estímulos externos que pudiera invertir en ella: daban igual agua, que luz, que nutrientes. El problema estaba en lo más hondo. Si las raices no eran capaces de captar el alimento, nada en ella podría funcionar.
Tenía las razones entre sus manos pero.. ¿Y ahora qué?
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