Hoy, me apetece dar trocitos de mí. Dejarlos aquí sellados, impresos en estas pocas palabras improvisadas.
Quizá por la caída de las hojas, o por la llegada de los abrigos a los armarios, me siento más conectada con mi pasado. Siento que, a veces, puedo atraparlo, y sostenerlo unos minutos entre mis brazos. Luego vuelve a volar, y vuelvo yo a mi dosis de realidad.
Caminando hacia la facultad, inmersa entre mis pensamientos, y mirando a la gente con ternura y a la vez con algo de desconfianza, me da por recordar.
Años atrás, por estas fechas, estaba brincando por los montes de Ávila, agarrada de la mano de mi abuela y sin parar de hablar. Con mi inocencia espontánea, callaba el sonido de los pájaros, o del arroyo que acariciaba la colina. Con un palo en la mano, cual pastor, iba en busca y captura del mejor níscalo que asomase tímidamente entre las agujas de los pinos. O de algún chivato, que así se llamaban estas setas venenosas, que me revelase dónde estaba oculto mi premio.
Cuando lo encontraba, todo era júbilo. Llamaba a mis abuelos, o a mis tíos, para que trajesen la navaja, los cortasen y los metiesen en la cesta para luego, por la noche, cocinarlos y comerlos al fuego de la chimenea. Pero lo de comerlos era lo menos importante. El último propósito de encontrar un níscalo fresco era comerlo. Lo que me movía a revolver entre las hojas secas era esa alegría, esa ilusión de hallar aquel tesoro escondido. Recuerdo también que se me hacía un nudo en el pecho cuando lo arrancaban de la tierra. Es curiosa nuestra sensibilidad a la hora de mirar el mundo cuando somos niños. Era como si al níscalo lo arrancasen de su entorno, de lo que hasta ahora había sido su hogar. Ya no saludaría cada mañana los pinos que lo protegían de los rayos de Sol, ni reposaría en la tierra que le daba esa textura y ese color anaranjado, como un amanecer en las montañas. A veces, recuerdo, que incluso se me escapaba alguna lágrima.
Me ponía en el lugar del níscalo, y me imaginaba que me arrancaban de allí, del bosque, de aquellos pinares, de aquella familia, de aquellos abuelos que tanto me querían. Nunca me arrancarían de allí. Y hoy lo sé.
Quizá el tiempo me haya alejado de aquellos parajes, pero mi corazón está allí, entre las montañas del Valle del Tietar.
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